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Foto del escritorAstra Castra

Terror costarricense: El banquete


A la cabecera de la mesa, un hombre se erguía imponente por sobre los demás. Su cabellera negra y lustrosa caía en una trenza que le llegaba hasta la cintura. Llevaba puesta una piel de jaguar, cuya cabeza le servía de capucha, emanando autoridad.


Un escalofrío me recorrió al ver las copas de los árboles teñirse de dorado y rojo. La serenidad del paisaje contrastaba con la zozobra que se me acumulaba en la boca del estómago. Era mi quinto día vagando por la cordillera de Talamanca, sin poder encontrar por dónde salir. El sudor hacía que se me pegara la camisa a la espalda, y una brisa helada presagiaba el frío de la noche que una vez más se avecinaba.


—Ahora sí que la cagaste, Julián —me dije a mí mismo por enésima vez. Me permití entrar en pánico sólo por unos segundos, y recriminarme en voz alta era todo lo que podía hacer para evitar que la desesperación me abrumara.


Llevo muchos años practicando senderismo y normalmente soy muy cuidadoso; evito salir solo, y procuro avisarle a alguien para dónde voy y cuándo pienso regresar. Esta vez, no pude resistir el llamado de la montaña. Mi ego, junto con la curiosidad y el afán de explorar me llevaron a ignorar la voz de la experiencia, y convencido de que conocía la zona como la palma de mi mano, salí solo.


El plan era pasar una o dos noches en el monte, para lo que gracias a Dios me aseguré de traer provisiones para varios días, pero esta vez era diferente. Después de la primera noche empecé a sentir que algo raro estaba pasando. No era la primera vez que me perdía, pero ahora era como si la montaña misma tratara de atraparme, como un boa constrictor, contorsionándose a mi alrededor hojas, bejucos y matorrales para sofocarme.


Al amanecer había empezado a tratar de seguir el trayecto del sol entre el dosel del bosque. Pero detrás de cada loma, y tras cada vuelta que daba el trillo, solo encontraba más montaña. Ahora, los últimos rayos de luz morían en el océano verde que llegaba hasta el horizonte, y ni siquiera mapa, brújula y el maldito GPS lograba ubicarme.


—Tanta tecnología, para nada. Me lleva puta.


Había traído tres días de provisiones, que logré racionar para que me duraran un par de días más, pero esa mañana se me habían acabado las provisiones, y ahora el frío y el hambre me calaban hasta los huesos. Desesperanzado, me dispuse a buscar un lugar seco donde pasar otra noche de mierda, atormentado por el aullido del viento y la cacofonía de bichos, sapos y aves nocturnas. Si no encontraba la salida al día siguiente, era probable que nunca lo hiciera.


Tiritando, cagado de frío en la penumbra absoluta, me metí en mi saco de dormir, en un hueco entre las raíces podridas de un árbol. La fragancia del musgo empapado me llenaba los pulmones, mientras que los sonidos del bosque empezaban a penetrar mi subconsciente. El crujir de una rama o el susurro de las hojas me traían imágenes de depredadores, acechando en la oscuridad, pero peor eran los ruidos de mi estómago, que parecía responderle a las ranas que salían a cantar bajo la llovizna.


Ya me estaba quedando dormido cuando empecé a escuchar voces, susurros entre la caótica sinfonía del bosque. No era raro toparse gente adentro en el monte, pero había que estar medio loco para salir a caminar en la oscuridad, entre la maraña de ramas y raíces; era fácil resbalarse y caerse a un guindo. Los únicos que aprovechaban la oscuridad para cruzar la montaña eran los narcotraficantes y coyotes que cruzaban desde Panamá.


Pasé un buen rato debatiendo qué carajos hacer; las voces se escuchaban muy cerca y no parecían moverse. Por un lado, los narcos no dudarían en pegarme un tiro y dejarme para los zopilotes; por el otro, si no encontraba ayuda, un balazo sería preferible a morirse lentamente de hambre, o picado por una culebra.


Por ahí de la medianoche, el viento y la llovizna amainaron, y un rayo de luna penetró la copa de los árboles, iluminando tenuemente la entrada de mi refugio improvisado, como anunciando que era momento de salir. En la repentina tranquilidad de la noche, pude escuchar más claramente las voces y no solo eran voces, sino también risas y la algarabía de una celebración, invitándome a que me les uniera.


Ignorando la protesta de cada uno de mis músculos me levanté y empecé a caminar hacia un claro en el charral, iluminado por la luna. Con costos había dado cinco pasos cuando me enredé en un bejuco y caí rodando por la pendiente hasta terminar en el cauce de una quebrada. Me quedé inmóvil, aferrado a la maleza, haciendo un inventario mental de todo lo que me dolía. Después de unos minutos de solo escuchar los latidos de mi corazón y el murmullo del arroyo crecido, comencé a arrastrarme por la cuenca lodosa, hasta que otra vez pude escuchar las voces, ahora mucho más cercanas, y además pude distinguir que no hablaban español ni ningún idioma que conociera.


— ¿Cabécar? ¿Bribrí? Qué putas.


Lentamente comencé a trepar por la hojarasca, empapado hasta los huesos. Aprovechando el cañón de la quebrada para acercarme sin ser visto, me escondí detrás de la raíz gigantesca de un ceibo, percatándome de que todos los ruidos del bosque se habían detenido. El vacío repentino de sonido me hizo sentir observado, como si todos los seres vivientes aguantaran la respiración, a la expectativa de lo que iba a pasar.


Asomándome entre la maleza, fui testigo de una escena surrealista. Un rayo de luna se colaba entre los árboles, iluminando un grupo de unas doce personas alrededor de una mesa de piedra enorme, que se desbordaba de comida. Desde mi escondite, solo alcanzaba a ver la mitad de los comensales; del resto, solo distinguía sus siluetas. Entre ellos había hombres y mujeres, algunos semidesnudos, otros envueltos en espléndidas túnicas de colores brillantes, como en una pintura renacentista, un aura sublime de exuberancia emanaba de ellos.


— Un festín de los dioses, pensé lleno de miedo y fascinación.


Mi cerebro seguía tratando de darle sentido a la escena, tal vez estaban vestidos de carnaval. A medida que mis ojos se ajustaban a la penumbra, noté que sus atuendos estaban ricamente decorados con plumas de colores y exquisitas piezas de jade, oro y piedras preciosas. A la cabecera de la mesa, un hombre se erguía imponente por sobre los demás. Su cabellera negra y lustrosa caía en una trenza que le llegaba hasta la cintura. Llevaba puesta una piel de jaguar, cuya cabeza le servía de capucha, emanando autoridad.


— ¿Será un Cacique? ¿Kukulkán? ¿Quién será esta gente?


El miedo dio paso al más completo asombro, que hubiera rayado en veneración, de no ser porque algo más llamó mi atención. Viendo lo que había sobre la mesa, se me empezó a hacer agua la boca: manjares de todo tipo, humeantes caldos espesos, carnes de todo tipo, pescados dorados en aceite, hogazas de pan recién horneado, y en el lugar de honor al centro de la mesa, lo que parecía una danta o un venado asado, rodeado de frutas suculentas y adornado con flores.


Los comensales brindaban en copas adornadas, con vinos de un rojo profundo, cerveza dorada y espumante. Mi estómago rugía tan fuerte que por un momento temí que me fueran a escuchar. El Cacique con la piel de jaguar despedazó con las manos un pájaro enorme, distribuyendo las partes entre los demás, riendo y sin parar de masticar; la grasa le chorreaba por la barbilla. El tiempo pasaba, y el obsceno espectáculo de glotonería y despilfarro no daba señales de terminar; la comida parecía interminable. Una mujer voluptuosa, de busto prominente y caderas anchas, se llevaba la comida directamente de la mesa a la boca, mientras el hombre a su lado se carcajeaba agarrándose la panza con una mano.


La tentación de acercarme y rogar por un plato era casi irresistible, pero entre los comensales varios portaban garrotes, lanzas y cuchillos de obsidiana que centelleaban bajo la luz de la luna. Nada bueno podía salir de interrumpir el banquete, lo mejor era esperar a que se durmieran y agarrar lo que pudiese. Era humanamente imposible que se terminasen toda esta comida, al menos eso pensé en el momento.


Decidido, me arrastré cautelosamente hasta el tronco caído de un árbol para tener una mejor vista de la celebración. Casi encima del hombre con la piel de jaguar, pude observar toda la mesa, y ver claramente al resto de los invitados. Había varios que a juzgar por su indumentaria pertenecían a otras culturas. Incluso algunos llevaban ropa más contemporánea, de estilo europeo, casi moderna.


— Un encuentro de diferentes comunidades. Pensé. Pero si era así, ¿por qué estaban vestidos y armados como si fuera el siglo quince?


A pesar de hablar distintas lenguas, todos parecían entenderse de maravilla. Se reían de los chistes del otro y escuchaban atentamente cuando alguno tomaba la palabra. A pesar de que no entendía nada, sus carcajadas eran contagiosas, y estaba empezando a sentirme como borracho, intoxicado por lo anacrónico y surrealista de la escena, fuera del tiempo y el espacio.


Fascinado, fui notando cómo, aunque devoraban sin parar, la comida nunca parecía disminuir. Era un festín eterno, donde los platillos se reponían sin cesar. Estaba agotado hasta la médula, y por un momento pensé que estaba soñando, pero no había duda: conforme avanzaba la noche, el suntuoso banquete se había ido marchitando, las frutas ennegrecidas y llenas de moho; las carnes que antes eran rojas y jugosas ahora tenían un tono gris verdoso. Y en el plato del líder, palpitaba lo que parecía ser un corazón humano, negro y desecado.


El Cacique lo alzó, como bendiciéndolo y le hundió los dientes. Un chorro de sangre negra bajó por sus antebrazos. Nada de esto parecía afectar el apetito de los comensales y la voracidad con la que se atiborraban. Seguían llenándose la boca con deleite de carne podrida y llena de gusanos, haciendo libaciones con copas colmadas de un líquido oscuro y grumoso.


Ellos mismos habían cambiado. Al principio eran jóvenes y llenos de vitalidad, pero ahora, sus espaldas se encorvaban, los pechos prominentes colgaban hasta el vientre y los músculos bronceados y relucientes de los guerreros se habían vuelto flácidos, bajo una piel pálida casi traslúcida. Las carcajadas resonantes ahora sonaban como los berridos lúgubres de animales heridos.


De repente, ya no tenía hambre. No entendía qué putas estaba pasando, solo sabía que no me convenía quedarme. Entonces, lentamente me puse de cuclillas, pero había estado inmóvil tanto tiempo que las piernas no me respondieron; me tambaleé y caí de bruces en medio de la celebración.


Las carcajadas pararon de inmediato. Inmóviles, los espectros me observaban con ojos penetrantes, desde cuencas hundidas en rostros demacrados. El guerrero con la piel de jaguar se giró para mirarme. Su piel reseca estiraba las comisuras de su boca en una sonrisa macabra, llena de dientes quebrados y podridos. Sus joyas de jade y oro tintineaban mientras se acercaba lentamente, extendiendo una mano esquelética.


— ¡Mío, todo es mío! Su voz ronca entrecortada, declamando en perfecto español.


Paralizado, cerré los ojos. En cualquier momento esperaba sentir dedos gélidos apretando mi garganta. En lugar de eso, la cálida caricia de un rayo de sol me calentó la mejilla. Al escuchar el canto de los pájaros, abrí los ojos y me di cuenta que estaba solo, en un claro marchito en medio del bosque; de la mesa y los invitados a la cena fantasmal no quedaba rastro alguno.


Poco a poco el calor del día fue devolviendo mis facultades, y todo el dolor y el cansancio de la noche anterior me entró de golpe. El aroma fresco del rocío, y el sonido del agua que acompañaba el canto de los pájaros, me hizo sentir como despertando de una pesadilla, tratando de convencerme de que el terror de la noche anterior no fue real.


Sin mucha esperanza, empecé a bajar por el cauce de la quebrada. Hasta llegar donde se unía a un río, ancho y tranquilo, que descendía plácidamente en medio del bosque. Me sumergí para quitarme el barro y refrescarme. Renovado, me di cuenta que el lugar me resultaba familiar. Había pasado por ahí muchas veces, de camino a una catarata muy conocida. El alivio me recorrió de pies a cabeza y por fin me permití un momento para pensar en todo lo que había pasado la noche anterior, el recuerdo desvaneciéndose a la luz del día.


— ¿Estuve delirando?


Aún años después, me pongo a pensar en la opulencia del banquete, y en la codicia de los comensales corrompiéndolo; la sensación de ser observado me invade, y si cierro los ojos, puedo ver los rostros demacrados, atiborrándose, de cenizas y telarañas.


— ¡Mío, todo es mío!

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