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Cazadores en la oscuridad

Actualizado: hace 4 días

Lucía golpeaba con todas sus fuerzas la cortina metálica, el estruendo perdiéndose por la calle vacía.
No iba a parar, no podía. Porque allí, en ese maldito agujero, se habían metido los desgraciados que se llevaron a su hermano. Lo sabía. Y si se iba ahora, si se rendía, lo perdería para siempre.

 

Lucía golpeaba con todas sus fuerzas la cortina metálica, el estruendo perdiéndose por la calle vacía. El acero radiaba con el calor de mediodía, quemando sus puños ensangrentados. El aire estaba cargado de polvo y herrumbre. Gritar servía de algo, al menos aliviaba un poco ese nudo que tenía atorado en la garganta. ¿Cuántas horas llevaba esperando como idiota, afuera del maldito local? La ropa pegada al cuerpo, empapada en sudor, rodeada por la desolación de un centro comercial dilapidado.


Golpeaba otra vez, y les gritaba a los hijos de puta que salieran, los nudillos ya cubiertos de sangre seca y polvo. Con cada alarido se colaba un dolor que no parecía suyo, una señal subliminal de que algo se había roto. Pero ¿a quién le importaba? La parte racional de su cerebro se había apagado, sustituida por un impulso primitivo de pelear o huir.


Su cuerpo le suplicaba que se detuviera, el estómago rugía, una feroz migraña quería partirle el cráneo en dos. No iba a parar, no podía. Porque allí, en ese maldito agujero, se habían metido los desgraciados que se llevaron a su hermano. Lo sabía. Y si se iba ahora, si se rendía, lo perdería para siempre.


La noche anterior habían salido tarde, como todos los sábados. Ella, agotada de tantas mesas servidas; Julián, hediondo a grasa y ajo. Fin de semana de pago y Lucía, con el bolsillo lleno de propinas, había insistido en salir a celebrar. Justo antes del amanecer, aparecieron dos tipos como salidos de una narconovela: colonia barata, camisas abiertas hasta el tercer botón, cadenas de oro. De esos que no dejan ni una moneda, pero se creen que tienen derecho a meter mano. Lucía los ignoró. Pero Julián… quiso hacerse el amable, y les siguió la corriente.


Pensó en ir a la policía. Pero ¿Qué iba a decirles? ¿Que su hermano se había ido con dos tipos que le dieron mala vibra? Todos los días se cruzaban con tipos así. ¿Que los vio meterse a un cuchitril sospechoso? Así eran la mitad de los edificios en esa parte de la ciudad. Se le hubieran reído en la cara. Pero ella sabía que algo no cuadraba. Julián nunca desaparecía así como así. Algo andaba muy mal.


Justo cuando se llenaba los pulmones para seguir gritando, una mano gigantesca le cubrió la boca con la firmeza de un cepo. El grito se le atoró en la garganta, con el sabor metálico de su propia sangre. Una segunda mano la levanto como si fuera una muñeca de trapo. El suelo desapareció debajo de sus pies, el vértigo llenándola de pánico puro. El guante apretado contra su cara apestaba a cuero viejo y sudor rancio. Pateando y forcejeando la arrastraron hasta una camioneta blanca estacionada a media cuadra.


Una voz áspera y profunda le susurró que se quedara tranquila, que estaba a salvo, decía. Si prometía no gritar la soltaría. Lucía asintió, temblando, y la mano finalmente se apartó de su boca. Al voltear, vio que el hombre llevaba un pasamontaña que solo dejaba ver sus ojos: grises, cansados, pero serenos. Vestía un chaleco antibalas desgastado y tenía una pistola enfundada en la cadera. ¿Policía?, pero no lleva insignias.


El hombre le señaló que entrara en la camioneta. Eran la Unidad de Vigilancia. Estaba a salvo. Entendiendo su situación, Lucía comenzó a tratar de explicar, las palabras peleándose por salir, pero él la interrumpió con un gesto apremiante. No era seguro hablar en la calle, ¡adentro!


Lucía obedeció, subió a la camioneta y se sentó en medio de cajas llenas de equipos electrónicos. El zumbido de las computadoras se mezclaba con los murmullos apagados de voces en los auriculares de un segundo hombre que, completamente concentrado miraba los monitores. Un ventilador luchaba inútilmente contra el calor, el humo de cigarrillos y el olor a plástico quemado.


El policía se quitó el pasamontaña. Gotas de sudor le pegaban al cráneo los pocos mechones de pelo que le quedaban. Sabían lo de Julián. El capitán Gaetano y el teniente Rojas, llevaban tiempo siguiendo la pista de este grupo. Julián no era su única víctima, estaban ahí para rescatarlos, pero necesitaban que ella se callara y no interfiriera con la operación.


Rojas habló por la radio. Civil asegurado. La unidad de choque tenía el camino libre para proceder. Antes de que pudiera entender qué estaba pasando, un camión blindado apareció en las pantallas, irrumpiendo en la fachada, arrancando la cortina de hierro como si fuera papel aluminio. Hombres fuertemente armados, con equipo táctico descendían uno tras otro, sus movimientos fluidos y precisos, entraron por el boquete recién abierto en formación. El aire se llenó del eco de ráfagas de disparos y el chasquido seco de órdenes en la radio.

¿Qué estaba pasando? No tenía sentido, nada tenía sentido.


Un nido. Gaetano mencionó casualmente, como si eso lo explicara todo. ¿Un nido? ¿De qué? ¿Quién carajos son ustedes? El miedo transformándose una vez más en furia.

Gaetano no respondió de inmediato. En las pantallas, los soldados se movían como en un videojuego. Avanzando metódicamente convergieron en una galería subterránea, oscura, flanqueada por filas y filas de cajas de madera. Uno de ellos abrió una con una palanca. No eran cajas. Eran féretros. Dentro, un cuerpo pálido, vestido con harapos, yacía inmóvil. Hasta que le pusieron un lazo de captura al cuello.


Entonces los ojos lechosos se abrieron. Un siseo seco y la criatura se abalanzó sobre ellos. Más soldados corrieron a ayudar, entre todos lo sometieron a la fuerza y lo arrastraron hasta la calle. La criatura forcejeaba ferozmente, hasta que sus gruñidos se convirtieron en gritos desgarradores al momento que la luz del sol lo tocó, respondiendo a su pregunta.

¿Vampiros? ¿En serio me estaban hablando de vampiros?


“Hematófagos” era el término apropiado, según Rojas. Criaturas de la noche, habían cazado al ser humano como animales por milenios. Ahora nos tocaba a nosotros ser los cazadores.

Gaetano seguía con el ceño fruncido, concentrado en el operativo, sin apartar la vista de los monitores. Lucía seguía absorta en las pantallas. Su mente luchando por darle sentido a las escenas surrealistas. Los soldados abrían ataúdes de madera, uno por uno. Cuerpos pálidos, inmóviles, envueltos en harapos. que reducían con eficiencia mecánica, arrastrándolos fuera del local. Y entonces, los gritos.

Al tocar el sol, los pobres diablos se alzaban en llamas, retorciéndose con gritos bestiales, que le helaban la sangre. Del primero no había quedado más que una mancha grasienta en el pavimento. Tan pronto acababan con uno, volvían a entrar sin perder el ritmo. Otro, y otro más hasta que la entrada del local quedó rodeada por docenas de manchas de hollín, el viento llevándose las cenizas.


Algo nuevo apareció en los monitores y un escalofrío la recorrió de pies a cabeza. Cuerpos. Por todas partes. Cadáveres colgando del techo, contra las paredes. Hombres, mujeres, jóvenes y viejos amontonados en rincones como muñecos rotos. La sangre, negra bajo la luz de las linternas, goteaba por las paredes, acumulandose en charcos sobre la tierra apisonada.

En medio de la escena infernal, Lucía alcanzó a distinguir el rostro de un niño, y por un momento, vio el rostro de Julián. Pálido, con los ojos abiertos y la mirada vacía. La rabia y la desesperación tomaron el control. Sin pensarlo, saltó de la camioneta. Gaetano trató de sujetarla, gritando para que se detuviera. Pero en un instante ella ya había cruzado la cortina destrozada, adentrándose en el edificio.


Esquivando los cuerpos baleados de los matones humanos que cuidaban el local, bajó las escaleras a toda velocidad, el lúgubre pasaje subterráneo un caos de luz y sombra que se abría como un laberinto de tierra viva, túneles y alcobas talladas a mano, iluminadas por pequeños tubos fosforescentes que marcaban el camino. Los ataúdes vacíos apilados contra las paredes. El olor era insoportable. Sangre, humedad, carne en descomposición. Hedor a muerte.

Ecos de disparos. Gritos aún vibraban en las paredes. Ruido de fondo, distracciones. Solo Julián importaba. El pasillo descendía en espiral, oscuro y húmedo, hasta desembocar en una sala amplia, iluminada apenas por el parpadeo errático de antorchas. En el centro, el sarcófago. Ornamentado, pesado, como un altar maldito. Libros viejos, manuscritos carcomidos, tomos polvorientos amontonados a su alrededor.


Con cada paso el aire se sentía más espeso. Lucía empujó la tapa, sus brazos tensos, la respiración suspendida. Por favor, Julián… El mármol empezó a moverse con un crujido sordo. Luego el golpe seco contra el suelo. Vacío. Solo tierra, negra, húmeda. Hasta entonces no se le había cruzado la posibilidad que él no estuviera ahí. Que fuera demasiado tarde. Que tal vez ella también terminara como uno de esos cuerpos, apilada en una esquina.


Un frío mortal la recorrió. Como si alguien la estuviera observando. Un sonido sutil, como una ráfaga de viento, la obligó a girar. Y ahí estaba. Un hombre no mayor de veinte, esbelto y de contextura delicada. Su piel, pálida, casi espectral, como mármol, fría, tersa. El cabello rubio caía en ondas perfectas sobre sus hombros. Los labios, delgados, sensuales, revelaban dos pequeños colmillos afilados. Pero los ojos… verdes, con un resplandor hipnótico que la atravesaba, como si pudiera ver hasta lo más profundo de su ser. La mirada, intensa, como si la reconociera, como si la hubiera estado esperando por siglos.


Paralizada, la aparición etérea la tomó por la cintura con delicadeza. Un intoxicante aroma a flores marchitas se desprendía de su cabello. El tiempo se había detenido, su voluntad se desvanecía, impotente, bajo el peso de aquella mirada. Él se inclinó, y el tierno roce de sus labios en el cuello la hizo cerrar los ojos. Ya no había miedo, solo una suave calidez que le recorría el cuerpo. Ni siquiera sintió los colmillos, afilados, hundiéndose en su piel.


Una mezcla de euforia y cansancio la envolvió como una niebla espesa. Imágenes fugaces atravesaban su mente, desvaneciéndose tan rápido como llegaban: momentos de felicidad perfecta, su alma entrelazada con ese ser de luz, elevándose juntos hacia el infinito. Por un breve instante, pensó en su hermano, pero la urgencia se desvanecía en medio del éxtasis y el latido de su corazón, cada vez más distante. Entonces, un rugido gutural la sacudió violentamente, arrancándola de nuevo a la realidad.


Lucía abrió los ojos. El ser angelical había desaparecido. En su lugar, una criatura grotesca se retorcía como un animal rabioso contra el lazo que le habían colocado en el cuello, su rostro deformado por la ira. Los ojos inyectados de sangre irradiaban un odio primordial, y su boca se abría de manera inhumana, mostrando colmillos amarillentos y afilados, manchados de sangre, su sangre. Forcejeaba con furia contra el bastón de captura que los soldados mantenían firme, sus gritos perdiéndose en el caos, algo sobre tener al maestro, uno de los antiguos, pero Lucía ya no podía escuchar más.

Exhausta, colapsó contra el sarcófago. El cuarto giraba a su alrededor, los sonidos de la batalla distorsionados, sordos, como si estuvieran bajo el agua. Gaetano irrumpió en la escena, pistola en mano, el estruendo de los disparos retumbando en las paredes. Sangre negra salpicaba el suelo polvoriento, impregnando el aire con un olor metálico y sulfuroso. La criatura forcejeaba, gruñendo, sus maldiciones en lenguas incomprensibles se perdían entre los disparos.


Gaetano se arrodilló a su lado, preguntando si estaba bien, su voz un susurro ahogado en el caos, mientras presionaba una gasa contra su cuello. Lucía asintió débilmente, incapaz de articular respuesta. El Capitán cambió el magazín y volvió a enfrentar a la criatura. Ella se arrastró hacia un rincón, buscando recuperar el aliento.


El caos desbordaba a su alrededor, los soldados trataban desesperadamente de someter al Maestro, gritos mezclándose con el estruendo de los disparos. En medio del tumulto, algo llamó su atención: una pequeña puerta al fondo de la sala. Sin pensarlo, la abrió y se adentró en una pequeña sala tenuemente iluminada. En el centro, una figura encorvada, su rostro cubierto por las manos. El corazón de Lucía dio un vuelco. Julián.


Gaetano se asomó a la puerta, exclamando — ¡Tenemos uno vivo!

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